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El amor y el malestar

Por Verónica Ortiz


¿Qué dice Freud del amor en El malestar en la cultura? Resultan muy conocidas sus afirmaciones sobre lo inevitable del sufrimiento del hombre, las fuentes del malestar (naturaleza, cuerpo, vida en sociedad) y lo infructuoso que resultan los arreglos para alcanzar una felicidad perdurable. Pero tal vez no se perciba a primera vista cuánto es lo que el inventor del psicoanálisis sostiene en este texto acerca del amor. Nos proponemos realizar un pequeño inventario de sus puntos de vista a lo largo del escrito.


En el marco de la búsqueda del origen del “sentimiento oceánico” acerca del cual le testimoniara un amigo y que no atinaba a hallar en él mismo, Freud afirma que el yo nos parece seguro y establecido pero que, sin embargo, los límites entre tal instancia y el mundo exterior no son inmutables. Y toma al amor para demostrar el modo en que puede esfumarse el límite entre el yo y el objeto: “Contra todos los testimonios de sus sentidos, el enamorado afirma que yo y tú son uno, y está dispuesto a comportarse como si realmente fuese así.”


El amor reaparece en el texto más adelante, como parte de una enumeración de técnicas a través de las cuales el hombre se esfuerza por conquistar la felicidad y alejar el sufrimiento. Algunos de tales métodos son el aislamiento voluntario, la técnica- dirigida por la ciencia, la acción de estupefacientes, la moderación de la vida instintiva, la sublimación, el arte, la religión, la belleza y una “técnica del arte de vivir”: aquella orientación de la vida que hace del amor el centro de todas las cosas, que deriva toda satisfacción del amar y ser amado. Al respecto afirma que una de las formas en que el amor se manifiesta-el amor sexual- proporciona la experiencia placentera más poderosa y subyugante. Pero, ya que se trata del malestar en la cultura, no podía hacerse esperar el punto débil de tal “técnica”: “Jamás nos hallamos tan a merced del sufrimiento que cuando amamos; jamás somos tan desamparadamente infelices que cuando hemos perdido el objeto amado.”


Un tercer abordaje del amor, varias páginas más adelante, hace de él un tema central. Freud intenta ubicar a qué factores debe su origen la evolución de la cultura, cómo surgió y qué determinó su derrotero ulterior. Haciendo una referencia a su escrito Tótem y tabú, aísla dos fundamentos de la vida en común de los hombres: Eros y Ananké, amor y necesidad. Explica el segundo como la obligación del trabajo impuesta por las necesidades exteriores y al primero como el “poderío del amor”, que impedía al hombre prescindir de su objeto sexual, la mujer, y a ésta, de esa parte separada de su seno que es el hijo.


Posteriormente, el autor prosigue esta línea argumentativa- el amor como uno de los fundamentos de la cultura- reiterando lo esbozado anteriormente: el amor sexual ofrece al hombre intensas vivencias placenteras convirtiéndose en el prototipo de toda felicidad pero, por eso mismo conduce a una peligrosa dependencia que lo expone a los mayores sufrimientos cuando el objeto lo desprecie o le sea arrebatado por la infidelidad o la muerte. Y es aquí que surge como posibilidad lo que Freud denomina un "impulso coartado en su fin". Modificaciones psíquicas tienen lugar cada vez que alguien se independiza del consentimiento del objeto, desplazando el acento del ser amado al amar a todos los seres (en vez de a objetos determinados). Ese alguien se protege así contra la pérdida de objeto, se evita las peripecias y defraudaciones del amor genital.


Paradigma de tal posición de ternura “etérea e imperturbable”, es san Francisco de Asís, representante de cierta concepción ética que pretende ver en esta disposición al amor universal por la humanidad la actitud más excelsa a la que puede elevarse el ser humano. Pero Freud presenta dos objeciones: la primera, un amor que no discrimina pierde buena parte de su valor, pues comete una injusticia frente al objeto; la segunda, no todos los seres humanos- afirma- merecen ser amados.


Un pequeño excursus: la primera de las objeciones, me parece, roza las elucidaciones acerca del amor cortés. Un amor etéreo, no genital, que ubica a la dama en el lugar del Ideal pero que, por eso mismo, pierde aquello que le es más singular. Estudiosos de este tema aseguran que en el declamar de los trovadores la dama aparece como una figura estereotipada acerca de la cual, muchas veces, se habla en masculino.


Prosiguiendo con el abordaje freudiano nos topamos ahora con el amor en su forma de cariño. Aquel impulso amoroso que instituyó la familia sigue ejerciendo su influencia en la cultura (recordemos que estamos siguiendo el hilo freudiano del Eros como fundamento de la cultura) tanto en su forma sexual como en su forma inhibida: un cariño coartado en su fin. Así se unen entre sí un número creciente de seres humanos. El amor genital lleva a la formación de nuevas familias y el fin inhibido, a las amistades. Pero, nuevamente, el malestar entra en escena: la relación entre el amor y la cultura deja de ser unívoca: por un lado, el primero se opone a los intereses de la segunda, que a su vez lo amenaza con restricciones. La cultura persigue la aglutinación de hombres en grandes unidades pero la familia no está dispuesta a renunciar al individuo. Por otra parte, en el enamoramiento, los amantes se bastan a sí mismos, apartándose de los grupos sociales.


Unas páginas más delante, Freud realiza un minucioso estudio del amor cristiano. Analiza el precepto “amarás al prójimo como a ti mismo”, llegando a la conclusión de que es análogo al Credo quia absurdum[i]. Las tres preguntas que se formula son “¿Por qué tendríamos que hacerlo? ¿De qué podría servirnos? ¿Cómo llegar a cumplirlo?” La posición de Freud es que si amo a alguien es preciso que éste se lo merezca y lo merecería si se me asemejara; de tal manera podría amar en él a mí mismo (así destaca el valor narcisista del amor). También lo amaría si fuera más perfecto de lo que soy (resaltando el valor del ideal, la sobrestimación del objeto). Por otra parte, sería injusto amar así a todos, injusto para los propios, que quedarían equiparados con los extraños. Extraños que no solo no nos aman sino que, a veces nos odian. He aquí su protesta: “Pero si he de amarlo con ese amor general por todo el universo, simplemente porque también él es una criatura de este mundo, como el insecto, el gusano, la culebra, entonces me temo que solo le corresponda una ínfima parte de amor, de ningún modo tanto como la razón me autoriza a guardar por mí mismo. ¿A qué viene entonces tan solemne precepto que razonablemente a nadie puede aconsejarse cumplir?”


Examinando los impulsos hostiles en el hombre, Freud denuncia las buenas intenciones de los comunistas como una vana ilusión, ya que, según él, el instinto agresivo no es consecuencia de la propiedad. Es ya observable en el niño que atraviesa la etapa anal, que constituye el sedimento de todos los vínculos amorosos y cariñosos de los hombres. Freud hace aquí una única excepción: el amor que la madre siente por su hijo varón. Podemos preguntarnos en este punto: ¿sería este un amor desprovisto de agresividad? Freud parece sugerir que solo el hijo que porta un pene resulta una perfecta solución fálica para la falta en la madre.


El amor aparece entonces como aquel vínculo que cohesiona a la sociedad. Sí, pero pagando un precio: lo que Freud llama “el narcisismo de las pequeñas diferencias”. “Siempre se podrá vincular amorosamente entre sí a mayor número de hombres, con la condición de que sobren otros en quienes descargar los golpes.” Y explica que una vez que san Pablo hubo hecho del amor universal el fundamento de la comunidad cristiana, surgió contra ellos como consecuencia la más extrema intolerancia de los gentiles.


Ya en el apartado VI hallamos nuevas referencias al amor, esta vez de la mano del poeta[ii]: hambre y amor hacen girar el mundo. En este punto despliega Freud su primera teoría pulsional (el hambre conserva al individuo, el amor tiende al objeto), explica a continuación la necesidad de la introducción del concepto de narcisismo en la teoría psicoanalítica (también el yo está impregnado de libido) y culmina con lo que llama un “paso adelante”, en Más allá del principio de placer: la introducción- junto a Eros- de la pulsión de muerte. “Además del instinto que tiende a conservar la sustancia viva y a condensarla en unidades cada vez mayores, debía existir otro, antagónico de aquel, que tendiese a disolver estas unidades y a retornarlas al estado más primitivo, inorgánico.”


La sorpresa ulterior que nos reserva Freud es que una parte de la pulsión de muerte se orienta hacia el mundo exterior, como impulso de destrucción, poniéndose al servicio… ¡del amor!, pues se destruiría algo en el exterior en lugar de a sí mismo. En realidad, ambas tendencias nunca se manifiestan de manera aislada, sino que se amalgaman. Freud da cuenta de ello con una referencia al sadismo y al masoquismo. Y aquí, realiza una corrección: “Sé que muchos prefieren atribuir todo lo que en el amor parece peligroso y hostil a una bipolaridad primordial inherente a la esencia del amor mismo” pero, en relación a la postulación de una pulsión de muerte, Freud afirma que se le impuso una convicción: “ya no puedo pensar de otro modo”.


En este punto Freud avanza su tesis: la evolución cultural presenta la lucha entre el amor y la destrucción. La obra de Eros es vincular libidinalmente a las masas humanas; Tánatos se opone a este designio de la cultura. De esta estofa está hecho el malestar en la cultura. Freud dice, no sin amargura: “¡Y es este combate de los titanes el que nuestras nodrizas pretenden aplacar en su arrorró del Cielo!”


En el siguiente apartado Freud examina el sentimiento de culpabilidad por haber hecho, o desear hacer, algo “malo”. Y se pregunta cuál es la influencia externa y ajena que ha establecido para alguien lo que es bueno o malo, y el motivo debido al cual ese alguien se subordina a tal influencia ajena. Es el desamparo, la dependencia de los demás lo que motiva tal subordinación. Freud lo llama “miedo a la pérdida de amor”. Cuando el hombre pierde el amor del prójimo, de quien depende, pierde también su protección y se expone al castigo. Estos motivos están en la base de la conciencia moral.


Es el turno ahora de examinar una nota al pie, la 1713. Se refiere a un artículo de Franz Alexander sobre dos tipos principales de métodos pedagógicos patógenos. Transcribo aquí parte de la cita: “El padre excesivamente blando y condescendiente facilitará en el niño la formación de un super yo demasiado severo, porque a este niño, bajo la impresión del amor que sobre él se vuelca, no le queda más camino que el de dirigir sus tendencias agresivas hacia adentro. En el niño desamparado, educado sin amor, falta la tensión entre el yo y el superyó, de modo que toda su agresión puede orientarse hacia el exterior.” Concluye que- además de factores constitucionales- “la severidad de la conciencia moral procede de la conjunción entre dos influencias ambientales: la defraudación pulsional, que desencadena la agresión, y la experiencia amorosa, que orienta esta agresión hacia adentro y la transfiere al superyó”.


En este punto cabe preguntarnos si esto se verifica en nuestra época actual, época de la declinación de los semblantes paternos en la que no siempre el exceso en los amores parentales conllevan a la formación de una conciencia moral rigurosa, antes bien, todo lo contrario. O será que el superyó muestra más abiertamente en nuestros días su cara de empuje al goce. Sin embargo, el amor sigue estando en el centro del juego. En su publicación Lo que queda de la infancia, Colette Soler – hablando del niño tirano- se pregunta cuál es el resorte que puede hacer aceptar los límites y las prohibiciones que refrenan el goce, conceptualizado como una satisfacción en el sufrimiento. Y responde: “Si estos no están ya sostenidos por el orden simbólico en un discurso que es ahora el de la permisividad y el de la igualdad, solo queda… el amor. El amor es un afecto que preside, al menos en parte, a las identificaciones y al consentimiento. Freud lo captó perfectamente: el amor implica una posible renuncia a sí mismo, un límite al narcisismo que a veces llega hasta el sacrificio- y por eso Lacan pudo decir, siguiendo a Freud, que el amor es un suicidio. En el seno de la familia es lo que permite aceptar los límites impuestos e identificarse eventualmente al modelo que otorga el otro.”


De vuelta al texto que estudiamos, en el último apartado Freud retoma los principales puntos de su exposición en varios ejes. En lo que respecta al amor, una vez más, denuncia al mandamiento de amor cristiano como el rechazo más intenso de la agresividad humana y un ejemplo de la “actitud antipsicológica que adopta el superyó cultural”.


Cerraremos este pequeño inventario de fragmentos acerca del amor en El malestar en la cultura con las siguiente palabras de su autor acerca del amor cristiano: “Tamaña inflación del amor no puede menos que menoscabar su valor, pero de ningún modo conseguirá remediar el mal.”




[i] “Creo, porque es absurdo”. Profesión de fe atribuida a san Agustín, aunque se le reputa apócrifa. [ii] Schiller: “Hasta que la filosofía no consolide/ el edificio de este mundo/ Natura regulará sus engranajes/ con el hambre y el amor.”




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